De cuando se mató el puto 2014 y se redimió el futuro del macho
Dedicado con mucho amor y respeto a
Migdely y Salvador, en memoria de Gini.
Hoy, primero de enero de 2114, cuando cumplo
40 años recuerdo, no con agrado, la primera y única vez que vi llorar a mi
abuelo Salvador. Verlo llorar hace unas cuantas décadas, cuando cumplió sus 70
años y yo apenas tenía 10 añitos, me impactó tanto que estoy totalmente
convencida que ese gesto, tan humano y sensible, marcó el resto de mis días. No
sé por qué lo recuerdo hoy, tal vez por una noticia que leí acerca del
centenario de lo que llamaron los historiadores “el retroceso venezolano”, la
decadencia de las instituciones del Estado revolucionario de aquellos años y el
inicio del abandono masivo de este país. Deseo contar lo que sucedió ese día con
mi abuelo, una historia que le pesaba, seguramente, una tonelada de años, desde
que tan solo era un bebé.
Mi abuelo Salvador era hijo de Gini y Migdely,
quienes con apellidos de artistas cinéticos y patriotas libertarios, decidieron
formar un familia distinta para aquellos tiempos retrógrados, cuando no se
reconocían en el mundo todos los tipos de familia. Nuestras sociedades de hoy
día, afortunadamente, han cambiado y evolucionado su visión del amor y las
familias, aunque sólo quedan como vestigios de un pasado inhumano y bochornoso
los casos de New Americania, el país-industria africano creado en
2055 luego de las “Guerras del Coltán”, y Venezuela, que jamás aprobó la igualdad
de derechos para toda su población. Son actualmente los dos únicos países donde
está prohibido el amor igualitario.
Mi abuelo me decía que siempre fue feliz, que
su vida estuvo llena de satisfacciones y mucha alegría, y no lo dudo, porque él
sí que sabía aprovechar las oportunidades y de lo malo, por lo menos, siempre hacía
un chiste. Sus únicos pesares fueron el de perder a su madre cuando solo tenía
meses de nacido, y aunque está orgulloso de ser argentino, y entendiendo que
pudo haber tenido cualquier otra nacionalidad, también lamentaba el no poder
pisar jamás la Venezuela de sus madres. Siempre decía con su acento porteño y
algo universal, que su corazón tenía forma de arepa y latía como entonando el
“cambur pintón” de un cuatro llanero. Nunca vio las playas del Caribe
Venezolano, nunca subió al pico Bolívar ni al Roraima, ni se bañó en el Orinoco
ni contempló Canaima ni el Kerepakupai Vená, pero nos contaba
historias mágicas de esos lugares a mi padre y a mí, como si hubiese estado allí, con lujo de
detalles que mi bisabuela Migdy, ya muy viejita, alguna vez completaba
nostálgica con su aliento centenario y mirada sabia. Ella también fue muy feliz
toda su vida, aunque compartiera con mi abuelo ese instante trágico y nunca
compensado, como a mi bisabuela Gini, la luchadora y arrecha, le hubiese
gustado.
Ese día, entre lágrimas repetía que si tan
solo le hubiesen permitido ser venezolano con todas las de la ley, tal vez todo
lo que pasó después, tanto en su vida personal como en ese país, se hubiese
evitado. También decía contradictoriamente que el “hubiese”, el pretérito del verbo haber, no existe, sin
embargo reiteraba que las cosas sin duda hubiesen sido distintas.
Mi abuelo, que se creía realmente un salvador,
tenía claro que de haberse permitido su reconocimiento como hijo biológico de
sus dos madres, no hubiese comenzado desde el 2015 el éxodo masivo de
venezolanos y venezolanas al rededor del mundo, el cual estimaban en ese
momento eran solo entre 4 mil o 6 mil familias homoparentales, pero que sinceramente
eran muchas más. Aunque muchos ponían como excusas para salir del país la
crisis económica de esos años, la violencia ciudadana y los desacuerdos con las
políticas del Estado Bolivariano ya en decadencia, otra era la realidad. En el
fondo, la verdadera razón para que hayan emigrado más de un terció de la
población joven durante 20 años seguidos, fue en apoyo a muchos amigos, amigas,
primos, primas, hermanos, hermanas, padres, madres, a quienes no se les permitió
ser felices en su propia tierra y de manera igualitaria, por lo que todo este
potencial humano se vio obligado a marcharse de su terruño para encontrarse a
sí mismos, en otras latitudes que miraban de manera más abierta y evolucionada hacia
lo que es hoy el mundo. Yo a mis 40 primaveras, poco ingenua, sé muy bien que
el mundo no es perfecto, pero por lo menos doy la certeza que mi bisabuela y mi
abuelo, aunque no por voluntad propia, como exiliados, fueron muy felices en su
nueva Patria del sur, pues simplemente fueron ellos acompañados por su historia,
pero decidiendo y amando la vida con sus corazones y no quedando a la arbitrariedad,
aniquiladora de almas, de los curules oscuros.
De Venezuela, me contó mi abuelo, que las
buenas ideas e intenciones de quienes creían en la igualdad y en una verdadera
revolución en todos los sentidos sociales y humanos, quedaron en el olvido
cuando mediante un artilugio político electoral, moralista, heteronormativo,
machista y con altos grados de religiosidad fundamentalista, se impusieron
constitucionalmente, acabando con los sueños de vida de millones de personas.
Hoy los historiadores y politólogos señalan que muchas causas fueron las que
llevaron a la debacle nacional y el atardecer revolucionario de Venezuela, pero
coinciden que un elemento determinante fue la no garantía de los derechos del
amor para toda su población, conllevando a lo que se conmemora hoy, cien años
después, como el comienzo de la extinción de la última gran revolución mundial del siglo
XXI, además de la muerte definitiva de los sueños de Bolívar y de Chávez, que
arrastró consigo vidas y revoluciones más pequeñas, más cotidianas, pero
infinitamente grandes, de millones de personas en este país que no merecía este
final.
Hoy con mis 40 años he recordado esta historia
de mi bisabuela Migdy, las lágrimas de mi abuelo Salvador, a mi padre fruto del
destino incierto… Una historia de la cual me quedan muchos espacios vacíos,
incógnitas, datos que no comprendo y que hasta rechazo. Tengo muy claro que cuando
mi hija Gini cumpla 10 años sabrá la historia del por qué somos de la Argentina, aunque con un
corazón venezolano exiliado generacionalmente, solo porque hace 100 años no se
entendió en Venezuela lo que era el amor. Parte de esta historia tristemente ya
está contada, no obstante espero con todo mi ser que no tenga este mismo final,
sino otro, aunque signifique que yo misma jamás exista.
Por: Miguel Gámez
Colectivo Diversidad UBV Bolívar